Las aventuras de Andresín El Sustituto

San Marcos de la Jara, es un pequeño pueblo de la seca y árida Castilla. De gente tranquila, el mayor ajetreo quizás se produce con la llegada de las golondrinas en primavera. Ese vaivén de las enlutadas alfareras del barro al nido, mantiene boquiabierta a la mayor parte de la población. Su alcalde, Don Antonio, cree que es perfecto. Mientras los pueblerinos andan distraídos, no le dan a la cabeza. Y eso a él y a su corporación, les beneficia.

Como en muchos pueblos, siempre hay personajes que destacan. Unos por su inteligencia y otros por su total ausencia, o al menos, a primera vista.

Andresín, el hijo de la Tomasa, siempre fue simple. Tan sólo lo avispaba la capacidad que tenía de colarse en las casas que los vecinos no habían tenido la precaución de dejar cerradas, para apurarles las orzas de lomo en manteca. Su tez rojiza y su redondeada figura no dejaban lugar a dudas. Era un simple comilón.

Su madre, harta de que los vecinos le vinieran con quejas, estaba veinticuatro horas encima de él, y eso la cansaba hasta agotarla. Así que decidió coger el toro por los cuernos y buscar una solución.

Sentada junto a la entrada del ayuntamiento, esperó al señor alcalde.

– ¡Don Antonio, don Antonio! –

– Dígame Tomasa, ¿qué le trae por aquí tan temprano? ¿no habrá dejado sin custodia al Andresín? –

– Pierda usted cuidado que aún duerme –

– Pues dígame entonces –

– Verá don Antonio, vengo a quejarme de mi Andresín. –

– Pero eso no tiene ningún mérito Tomasa. Cada día, medio pueblo viene a quejarse de lo mismo. Ayer domingo, en la comunión del hijo de don Justo, tuvieron que comerse los churros de la merienda con gaseosa. Todo apunta a que su hijo se bebió todo el chocolate que pudo y escondió el resto. Porque ¿no se lo bebería todo? –

La mirada de la Tomasa dejaba claro que no descartaba para nada esa posibilidad.

– En fin, dígame.

– Verá don Antonio, yo soy mayor y desde que mi marido murió, tengo que estar todo el tiempo pendiente de mi Andresín, y no puedo más ¡no puedo más! ¿No le podría usted buscar algún trabajito para tenerlo entretenido? No hace falta ni que le pague. –

– Veré que puedo hacer. Ahora le dejo que tengo una reunión. –

Ni que decir tiene que don Antonio no se volvió a acordar de aquella conversación. Al día siguiente, al llegar al ayuntamiento, volvió a encontrar a la Tomasa esperándole en la puerta. – ¡Dios mío! – murmuró para sí.

– Don Antonio, ¿ha mirado algo para mi Andresín? – dijo dirigiéndose hacia él a grandes zancadas.

El alcalde, viendo que aquella señora estaba decidida a esperarle cada mañana hasta que colocase a su hijo. Y viendo que no se la iba a poder quitar de encima le respondió.

– Dígale a Andresín que venga a verme esta misma mañana –

– ¡Ay don Antonio! ¡Que Dios le bendiga! – Y como alma que lleva el diablo se encaminó hacia su casa.

No habría pasado media hora cuando Andresín, con todo el pelo mojado y repeinado, como si una vaca le hubiese propinado un lengüetazo, se presentó ante el alcalde. Camisa blanca y traje y corbata de color oscuro, bastante estrecho por cierto, remataba aquella figura de simple y desaliñado de la que gozaba aquel veinteañero. Los botones de la chaqueta parecían querer salir disparados en cualquier momento, y es que, desde la muerte de su padre, el chico se había perfeccionado como glotón.

– ¿Da usted su permiso don Antonio? –

– Pasa Andresín – el alcalde se acercó al chico y le echó el brazo por encima del hombro. A fin de cuentas, el chico no era malo, un poco travieso, pero todo el pueblo lo apreciaba. – Creo que ya se en que te voy a colocar. Te voy a nombrar Sustituto – Al chico se le iluminaron los ojos. No sabía en que consistiría su trabajo, pero sonaba bien. El Sustituto.

– Y ¿en qué consiste mi labor don Antonio? – preguntó el chico.

– Muy fácil Andresín – Te quedas sentado en una silla que te pondrán junto a la entrada y si alguien falta, tu lo sustituyes –

– Y ¿Cuánto tiempo voy a estar contratado don Antonio? –

– Digamos que unos tres meses para empezar a prueba –

– Y ¿me lo puede poner en una hoja escrito para que se lo pueda enseñar a mi madre? –

– Claro, toma – y en una hoja oficial del ayuntamiento le escribió cual era su función y en un despiste sensacional lo firmó y lo selló.

A las ocho de la mañana del día siguiente, Andresín, estaba clavado junto a la puerta de la entrada del consistorio. Bolígrafo en mano, tomaba nota de todos y cada uno de los trabajadores que iban entrando.

– Buenos días, me da su nombre –

Y poco a poco fue tomando nota de todos aquellos que habían entrado para realizar su quehacer diario. Curiosamente, y eso era algo normal en el pueblo, los cargos más importantes del ayuntamiento siempre acudían o tarde o al día siguiente.

En torno a las nueve, cuando Andresín pensó que el que no había aparecido es porque no lo iba a hacer, vio como se le acercaba el jefe de la policía. Aunque en aquel pequeño pueblo se conocían todos, el chico cumplía formalmente con el protocolo que él mismo había creado y a todos pedía nombre, apellidos y ocupación.

– Hola don Agustín, ¿me da el nombre y su oficio en el ayuntamiento? –

– Vamos a ver Andresín, ¿no sabes de sobra quien soy y en que trabajo? Además, ¡si me acabas de llamar por mi nombre!

– Si pero se lo tengo que preguntar a todos –

– A ver – dijo el policía escamado – ¿que puñetas estás inventando ahora? –

– De puñetas nada, estoy trabajando – Y esbozando una amplia sonrisa le dijo: – Soy el sustituto –

– ¿Sustituto? ¿Y a quien se supone que vas a sustituir tú, cabecita loca? – dijo el jefe de la policía con una sonrisa de medio lado y en tono burlón.

– Sustituiré a quien no venga a trabajar. Mire, aquí lo tengo por escrito y firmado por el alcalde –

– A don Agustín se le iba un color y se le venía otro. En que estaría pensando el alcalde para firmar una cosa así. Pegándose un puñado de la porra y la pistola, subió como ágil gacela coja al despacho del alcalde. Al llegar, comprobó lo que se temía. Aún no había llegado, para variar. Sin perder un segundo, le llamó por teléfono.

– Dígame –

– ¿Don Antonio?

– Por Dios Agustín, ¿qué urgencia tienes que no puede esperar al medio día? –

– Son cerca de las diez don Antonio, y desde las ocho menos diez lleva plantado el hijo de la Tomasa en la puerta del ayuntamiento tomando nota del que entra y sale. –

– Pues me parece estupendo, así ya no me molestará más ni la madre ni el hijo – dijo sentándose en la cama.

– Me parece que usted no es consciente del problema que se avecina. Ayer le firmó un documento en el que lo nombraba sustituto. –

Don Antonio se incorporó de un salto. De pronto le vino un mal presagio. Como si el día de antes no hubiese obrado con cabeza.

– Bien – continuó el jefe de policía – pues le adelanto que los únicos que no han asistido hoy al trabajo son el tesorero, el secretario y, está claro, el señor alcalde. –

– Bueno – trató de excusarse – ayer tuve invitados en casa y se alargó la velada un poco –

– Señor alcalde – que usted y yo sabemos lo que se trabaja en este ayuntamiento y usted no ha llegado a su hora ni el día de la investidura. Así que no me ponga excusas. Lo que le quiero decir es que no sé si es consciente de lo que  puede liar el Andresín con las arcas municipales, sustituyendo, aunque sólo sea media hora, al señor tesorero. ¡La ruina! –

Don Antonio, por un momento, se vio lapidado por los habitantes de San Marcos de la Jara. Una gota de sudor frío se deslizó por su espalda al tiempo que creyó ver pasar su vida por delante.

– No te preocupes Agustín, en diez minutos estoy ahí. Mientras tanto mantenlo ocupado. Que vaya haciéndole fotocopias al libro de la Constitución o al BOE –

Al cabo de un rato, don Antonio entraba notablemente preocupado, por la puerta del consistorio. Junto a la fotocopiadora, su mayor pesadilla.

– Andresín – vociferó – a mi despacho –

El chico, que parecía haber espabilado desde el día anterior, dejó el enorme libro constitucional sobre una mesa y silbando alguna irreconocible melodía siguió al alcalde.

Éste, haciendo de tripas corazón, le sonrió. – He pensado en que te voy a colocar mejor de jardinero. Seguro que las plantas agradecerán tus cuidados –

– Lo siento don Antonio, pero es que soy alérgico al polen de casi todas. Mejor me quedo donde estoy –

– No te preocupes. Pintarás las líneas de la pista deportiva. A lo mejor te tengo que ampliar el contrato a cuatro meses –

– Eso estaría bien. Lo de que me ampliara el contrato. Pero verá don Antonio, yo, eso de doblar el lomo… pues que no va conmigo. De chico me caí de lo alto de una mula y no puedo doblar el espinazo –

– Bueno – la paciencia del alcalde mermaba en proporción al enrojecimiento de su cara – Entonces te vas a dedicar a llevar las cartas cada día a la oficina de correos –

– Verá don Antonio, es que allí trabaja don Justo, y el otro día juró que me iba a arrancar la cabeza en cuanto me tuviese delante por haber dejado sin chocolate a su hijo el día de su comunión. Y usted sabe que es muy bruto. Yo creo que es mejor que me quede donde estoy. Además, mi madre me está bordando dos camisas en la que pone “Andresín Pérez-Sustituto”. Y ahora, si me disculpa, me voy a trabajar que creo que el secretario y el tesorero no han venido –

Dando media vuelta, dejó plantado y boquiabierto al señor alcalde. Con movimiento lento, desplazó su mano hacia el teléfono y llamó al jefe de la policía aún en estado de shock.

– Agustín, con carácter de urgencia envía una carta a cada uno de los trabajadores de este ayuntamiento. A partir de mañana, todo el mundo ha de ser puntual. ¡Más que puntual! Han de estar aquí a las ocho menos diez. Y no vale excusa alguna. Nada de llevar el perro a don Basilio o los niños a la guardería. Que contraten a alguien para que lo haga. Y al secretario y al tesorero, se lo comunicas personalmente. Que los quiero ver aquí antes de media hora –

Algo más recuperado, y recuperando el color de la cara, colgó, despacio, el teléfono.

Aquella noticia corrió como la pólvora y dos días después, no había jubilado que no estuviese en la puerta viendo entrar, por primera vez en la historia de la villa, a los trabajadores del ayuntamiento a su hora. Incluido el alcalde y tesorero, afamados juerguistas que pisaban las gran casa a la hora de cerrar.

– Hala, hala, a trabajar – vociferaban entre carcajadas. – ¡Qué viene Andresín con la pluma! –

Era sorprendente como alguien tan simple como Andresín, había sido capaz de poner a trabajar a todo el ayuntamiento. El pueblo, fascinado, se concentró ante la puerta del consistorio un día antes de que cumpliese aquel rocambolesco contrato en el que figuraba el hijo de la Tomasa como sustituto de cualquiera que faltase al trabajo. Nadie les movería de allí mientras don Antonio, no se comprometiese a renovar el contrato al chico. El alcalde, sabedor de lo brutos que podían llegar a ser en San Marcos, donde los problemas no se arreglaban en los juzgados, accedió.

Total, había que reconocer que las cosas marchaban mejor. Que aquel regordete veinteañero quizás le hubiese tendido una mano indirectamente  a la hora de ser reelegido en su puesto de alcalde.

– ¡Viva don Antonio! – Gritó Andresín contrato en mano camino de casa.