Hola y bienvenido de nuevo al blog de Explora Natura. Hoy te traemos una nueva aventura de Andresín para leer en casa. Disfruta de estas historia en familia y por tu bien y el de todos #quedateencasa.
Donde las dan… las toman
Aunque Andresín andaba más calmado desde que había sido contratado por el Ayuntamiento, su instinto devorador permanecía inctacto. Podía haberse transformado en un chico más educado, que abría la puerta para que entrasen los acianos al Ayuntamiento, que saludaba por la calle e incluso ayudaba con las bolsas de la compra a sus vecinos. Sobre todo si andaba en juego una propinilla en forma de trozo de chocolate, manzana o simplemente un cacho de pan crujiente y recien hecho en la panadería de la familia Porras.
Pero eso sí, que a nadie se le ocurriera dejar a enfriar un bizcocho junto a la ventana si por delante tenía que pasar el muchacho ese día. Irremediablemente iba a desaparecer garganta abajo y sin saborear.
–¡Pa mi tripita! –Solía decir Andresín tras empujarse en la boca el último trozo de lo que buenamente hubiera distraído algún vecino.
Y aunque los habitantes de San Marcos estaban agradecidos con el chico, por haber sido la causa indiscutible de que el Ayuntamiento ahora funcionara con buen rendimiento, no estaban dispuestos a seguir permitiendo que continuamente peligrasen sus viandas. Así que reunido un grupo de vecinos, que por cercanía a su vivienda habían sido frecuentemente castigados por la hambrienta figura de Andresín, decidieron darle una pequeña lección.
No se trataba de hacerle daño, pues el chico tenía un corazón tan grande como su panza. Más bien era hacerle ver que no podía campar a sus anchas por las cocinas del vecindario, dando al traste con el almuerzo o la cena de toda una familia.
La primera en pronunciarse fue su vecina de puerta, doña Engracia. Desde que a los cuatro años le provocara la risa ver la manita de dedos gordos de Andresín intentando coger algunas de las galletas que había puesto a enfriar junto a la ventana, no había parado de sufrir ataques, mayores cuanto más crecía el muchacho. Pasteles, empanadas, batatas, chorizos… hasta un pollo a la jardinera que dejó casi en los huesos.
– Propongo ponerle una costilla de esas que se usan para cazar pajarillos. Se tapa con un par de galletas y… ¡Zas! Los dedos morados un mes.
– Pero Engracia, no sea usted bruta. Eso puede causarle mucho daño y se trata de escarmentarlo, no de partirle los dedos. – Protestó Luisón el de la tiendade comestibles, otro de sus muchos perjudicados.
– Me refería a ponerle la costilla pero quitándole fuerza en los muelles. Con eso no le pasa casi nada.
– Entonces no sirve, se comería las galletas y se llevaría hasta la costilla.
Con eso de que tiene nombre de comida…
– Reprochó Luisón.
– Ja, ja, ja. –Estallaron en risas todos los allí reunidos.
– Yo –continuó Lusión –creo que estaría bien dejar una tortilla, de esas que desprenden un olor irresistible a huevo, patata y cebolla, sobre la mesa de mi comercio. Le pondría un cubo con agua y harina sobre la puerta y lo dejaría hecho un Adán.
Por sus ojos, una buena parte de los allí congregados estaban de acuerdo con la propuesta del tendero, pero en un pispás fue descartada por motivos de peso.
– Yo le veo tres peros a lo que usted propone, Luisón. –Dijo la señora Lucía, vecina de una calle cercana y que, por la altura de su balcón, había sido visitada por el joven más veces de las que ella hubiese querido. Aún recordaba la cantidad de magdalenas que había preparado para las fiestas de Semana Santa de hacía unos años y de las que sólo pudo probar una. Quizá no la vio, quizá con las ciento veinticuatro que se comió, se había llenado y no quiso reventar o, simplemente, la dejó a cosa hecha. La cuestión es que al final tuvo que compralas en la panadería.
– Diga usted señora Lucía –Le invitó Luisón a que expusiera su desacuerdo.
– Verá, en primer lugar… ¿ha pensado que ocurriría si por alguna fatal circunstancia entrara antes que Andresín algún vecino? Por ejemplo, alguna monja franciscana de las que muy a menudo hacen la compra en su tienda.
La mueca en la cara de Luisón dejaba claro que no había caído en aquella posibilidad y que sería un verdadero problema.
– En segundo lugar –continuó la señora. –por mucho que se asustara, acabaría llevándose la tortilla y a quien le dariamos el susto sería a la Tomasa, que es quien tendría que lavar esa ropa.
El murmullo de los reunidos iba dando la razón a la señora Lucía.
– Y, para acabar, a este muchacho le echas agua y harina encima y es capaz de amasar un poco y comérsela cruda.
– Ja, ja, ja. –Volvieron a reir todos.
– Disculpad señoras y señores. –Llamó la atención don Martín solicitando permiso para intervenir. –En el fondo esto es divertido, pero me temo que así no vamos a llegar a nada.
Don Martín era un hombre estudiado que atendía la botica de San Marcos de la Jara desde que era un muchacho. A sus cincuenta y muchos años sus claros ojos verdes habían visto, semana tras semana, como Andresín entraba a hurtadillas y se llevaba una caja de pastillas de esas que llamaban “Juanola”. Como era un gasto pequeño, nunca le dijeron nada, pero estaba claro que eso no estaba bien y menos si se sumaba al resto de pequeños robos vianderos.
– Yo propongo algo que le haga sentarse y reflexionar. Incluso está muy bien la idea de ponerle esa tortilla como cebo, aunque con alguna modificación en la trampa. Así, nadie que no sea un ladronzuelo de tortillas sufrirá perjuicio alguno.
– Usted dirá don Martín. –Casi corearon unánimemente los asistentes a aquella reunión.
– Como digo, pondría esa humeante y apetitosa tortilla en la mesa de la tienda de Luisón. Está claro que no tardará mucho en hacer de las suyas el hijo de la Tomasa. Además, bajo la propia tortilla, cubierta por un plástico, le dejaría una nota para que cuando se sentara a reflexionar, comprendiera todo.
Todos los allí reunidos escuchaban con atención.
– En la nota prondría: “Andrés Pérez, como te habrás dado cuenta, has tomado como tuyo algo que no lo era y, por ese motivo, y como castigo, postrado te ves con sudor frío. Los vecinos de tu pueblo te queremos. Sabemos que tienes un gran corazón, pero no queremos que te comportes com un vulgar ladrón. Cuando quieras alguna cosa, bastará con pedirla y seguramente te la darán con agrado. Pero, si la coges con descaro, al final y sin remedio, serás odiado. Esperemos que cuando te recuperes de tu actual estado, te comportes como buen muchacho, respetuoso y educado”.
– ¡Bravo! –Exclamaron casi al unísono.
Casi, por que la señora Lucía, volvía a solicitar turno de palabra.
– Todo eso está muy bonito. Aquí estáis todos saltando de alegría como si Andresín le fuera a hacer caso a una nota que pone lo que él sabe de sobra que es. Se lo pasará por el forro del pantalón.
La alegría de los asistentes se vio fuertemente golpeada con las palabras de la señora Lucía. –No es que quiera ser pesimista pero… ¿Acaso me falta razón?
Todos asintieron con la cabeza girándola interrogante hacia don Martín. Él, con una amplia sonrisa dijo: –Es que no me habéis dejado terminar. Cuando el chico de cuenta de la tortilla y vea la nota con su nombre, la tomará y la guardará sin ánimo de leerla. Pero, lo que no sabéis es que cosa le hará sentarse y reflexionar. Bien, la tortilla en esta ocasión llevará un ingrediente más. Lo prepararé yo en la Botica y se lo agregarán al huevo batido.
– ¿A qué ingrediente se refiere? –Preguntó Luisón.
– A un potente laxante que lo va a tener en cuclillas durante una semana. Entonces, y por aburrimiento, acabará por leer la nota.
El alboroto que se formó entre risas nerviosas y voces que pedían alguna información más, fue tremendo.
– Pero…¿no será peligroso para le chico, no? –Preguntaba Juan de Dios el del puesto ambulante de chucherías. A mí lleva toda la vida cogiéndome las “arvellanas” y “artamuces chochos”, pero no quiero que le pase nada malo.
– Eso, eso. –Coreó el resto.
– Tranquilos. –Apuntó don Martín. –Es una receta natural que preparo yo en la Botica y, a parte de unos buenos retortijones, el chico estará bien. Eso sí, que no le falte donde sentarse que eso no avisa ni tiene amigos.
– Ja, ja, ja. –Volvieron a estallar en risas, esta vez la señora Lucía y Luisón incluidos.
El día elegido fue el sábado de buena mañana. Así el pobre chaval podría asistir, Dios mediante, el lunes a su trabajo. A eso de las diez, se escapaba un olorcito por la ventana de la tienda de Luisón que invitaba a pasar para dentro. No había vecino que no hubiese identificado el característico aroma de la mezcla de huevo, patata y cebolla. Todos los que pasaban quedaban con la boca hecha agua y tenían que tragar para poder continuar.
Andresín, dormía plácidamente. Atravesado en la cama con una de sus piernas colgando, abrazado a la almohada y con las sábanas tiradas por el suelo. Un ligero ronquido acompañaba el ir y venir de su profunda respiración hasta que de pronto, ésta cambió el ritmo. Ahora su nariz había tomado el mando, pero no para respirar, sino para oler. De hecho, estuvo unos momentos sin tomar aire para sus pulmones y la falta de oxígeno
lo despertó de un golpe. Tragó toda la saliva que había ido acumulando mientras dormía oliendo a tortilla recién hecha, y de un salto se plantó frente a la ventana del dormitorio con la boca hecha una fuente.
– ¡Madre mía! ¡Luisón hoy se ha lucido! ¡Menuda tortilla de “papas” que ha debido de hacer! –Exclamó para sí! –Me voy a asomar a ver si le trinco un trocito. Seguro que es muy grande y Luisón está muy canijo.
Dicho esto, se vistió y sin perder un instante ya estaba rondando la entrada de la tienda. Además, se sentía afortunado. La puerta estaba abierta con un cartel fijado con una chincheta donde ponían unas palabras para él, tremendamente mágicas:
– “Vuelvo en diez minutos”.
Sin pensarlo un segundo, entró en la tienda y se llevó la tortilla con plato y todo. Subiendo las escaleras que llevaban hasta su dormitorio, fue dando cuenta de una generosa porción. Ya en la habitación, sentado en la cama y con la tortilla sobre la mesilla de noche, comenzó a darse el festín.
– ¡Madre mía como está la tortilla! ¡Gracias Luisón!. –Susurró para que nadie le pudiera oír, mientras, casi se ahoga con su risa y la boca llena. –Pero esta tortilla se merece hacerlo bien.
Y dicho esto, bajó raudo hasta la cocina volviendo en un Santiamén con una generosa hogaza de pan de cantos, cuchillo, tenedor y una gran servilleta que colgaba ya del cuello de la camisa a modo de babero.
– ¡Ahora sí! Esto hay que disfrutarlo como Dios manda.
A media tortilla, pensó que no vendría nada mal ayudarla con un poco de agua porque empezaba a ahogar. Así que volvió a bajar a la cocina en busca de una jarra y un vaso.
– ¡Andrés! Sabes que no me gusta que comas en el dormitorio. Se come en el comedor o en la cocina. –Le recriminó la Tomasa. –Así estás con ese tipo de “picaor” que tienes.
– Es un tapeillo madre, poca cosa. –Y sin esperar respuesta se encaminó hacia su cuarto.
No había pisado el quinto escalón cuando su estómago le hizo un extraño. Como si le hubiese dado la vuelta, así como lo hacen las hormigoneras. Y sin darle mayor importancia se concentró en el trabajo que tenía pendiente. Trozo de tortilla, empujón de pan y sorbito de agua, y así, en menos que se tarda en pensarlo, Andresín se había comido una tortilla de patatas con cebolla, ocho huevos y alguna variación en la receta de la mano de don Martín.
Masticando el último trozo de pan, se percató de que en la bandeja había una pequeña nota que ponía: –“Para Andrés Pérez”.
Aquello le contrarió un poco en un principio. Si lo llega a saber no la habría robado, si total, era para él. Y ahora había quedado mal.
– Bueno, después la leeré, ahora hay que hacer una buena digestión que la hora de comer ya mismo está aquí. –Y metiéndose de nuevo en la cama, se dispuso a macerar, cual serpiente pitón, toda la comida que tenía en el estómago.
No habrían pasado ni veinte minutos cuando un incómodo dolor de vientre despertó al muchacho. Él, que no estaba acostumbrado a que la comida le sentara mal, murmuró una protesta y cerró los ojos para ver si se le pasaba aquella, por ahora, molestia y seguir durmiendo hasta la hora del almuerzo.
Aquel potingue mágico preparado por don Martín, se había esparcido
por todo lugar esparcible en el cuerpo del joven y comenzaba a hacer su tarea.
De pronto, un repiqueteo de nudillos en su puerta lo volvió a despertar. Ahora un sudor frío le recorría de la cabeza a los pies y la ligera molestia comenzaba a pasarse de la raya.
– ¿Qué quiere, madre?
– ¡Andrés hijo! ¿Otra vez te has vuelto a acostar? ¿Tú no habías quedado con don Genaro para ayudarle con la mudanza? Seguro que ha hecho una buena tortilla de patatas para cuando terminéis.
– ¡Por Dios madre! No me hable usted de comida a estas horas y apártese de la puerta en el baño.
Tras tres intentos de abandonar el pequeño cuarto íntimo, logró recomponerse un poco y bajó para despedirse de su progenitora.
– Ahí tienes unas rebanadas de pan frito y un chocolate para que estés fuerte y no te aflojes cargando muebles… ¿Pero, dónde vas Andrés?
– ¡Al baño! madre, ¡Al baño!
Y hasta parecía estar ágil viéndolo subir las escaleras con la mano en aquella parte donde la espalda pierde su nobleza.
Un buen rato después y con la cara como la cal de la pared, se encaminó en busca de don Genaro, dejando atrás rebanadas y chocolate y a su madre rascándose la barbilla un tanto preocupada.
– ¿Se marcha sin desayunar? No me lo puedo creer.
Al pasar junto a la tienda de Luisón, ahí estaba él con una agradable sonrisa que se había agrandado al ver la palidez del rostro del joven.
– ¡Buenos días Andrés! Cuando vuelvas de donde vayas, pásate por la tienda que tengo un regalito para ti. Te he hecho una tortilla de patatas de ocho huevos.
El muchacho cerró los ojos. Parecía que la palabra tortilla le había golpeado como una barra de hierro en la barriga. Sin contestar, continuó su camino. El pobre Andresín no entendía nada. Nunca se había encontrado tan mal y nunca pensó que no saltaría de alegría si alguien le regalara una tortilla. Con lo que a él le gustaba.
Y pensando en ella, un retortijón le hizo acelerar el paso con la cara totalmente desfigurada.
– ¡Andresín! ¡Qué bien te veo! –Le saludó Frasquito, el de la tienda de juguetes que se estaba comiendo el bocadillo de tortilla de patatas más grande que jamás nadie había visto.
Estaba claro que todos estaban compinchados y que Frasquito no se estaba comiendo aquel enorme bocadillo en la puerta por casualidad.
Sin contestar, el joven aceleró más aún su paso. Tenía el estómago en la garganta y unas contracciones que parecía que iba a parir.
Para colmo de todos los males, al pasar por junto al bar de don Tenorio, se encontró con la terraza a reventar y como no, absolutamente todos los allí sentados estaban comiéndose una tapa de tortilla.
– ¿Quieres un trocito, Andresín? –Fueron ofreciendo uno a uno a su paso.
El pobre chico, andando como los corredores de marcha, apretando los cachetes y sudando como si durmiera bajo un plástico en una tarde de verano, pensó: –Hay que ver lo amables que son todos hoy que no me encuentro bien. Le estoy cogiendo un asco a la tortilla…
Un nuevo retortijón le hizo pensar en lo peor y, con una mano en la barriga y la otra en sálvese la parte, giró sobre sus tacones y se dirigió hacia los “excusados” del bar de don Tenorio. Éste, al verlo entrar tan decidido pensó: –Al final soy yo el que se va a llevar la peor parte después de Andresín. –Y cerrando los ojos por unos segundos, sacó unas sabrosísimas porciones de tortilla para que las viera Andresín al salir del baño.
Veinte minutos se tiró sentado en la trona con los ojos cerrados, sin entender por qué le ocurría eso a él. Algo más apaciguado, se dispuso a abandonar el local para ayudar, si podía, en la mudanza de don Genaro.
Nada más llegar, le estaban esperando unos armarios de roble gallego que pesaban un quintal y que fueron mermando las pocas fuerzas que le quedaban al chaval.
Mesitas de noche, cajas con platos y cubiertos y montones de libros, le tuvieron entretenido durante la primera hora sin perder de vista por un instante y por lo que pudiera venir, el lugar donde se encontraban los baños.
– ¡Andresín! Déjalo todo, que es la hora del bocadillo. –Llamó su atención la señora Magnolia, esposa de don Genaro. –Vente para acá que he traído desayuno para todos.
El pobre chico, cerró los ojos y, como si llevara un ogro gruñón dentro del estómago, hizo el esfuerzo de acercarse hasta la mesa donde estaban las viandas. Una hermosa tortilla de patatas humeaba regalando un sabroso aroma a cebolla frita en aceite de oliva y cuajada con huevos de gallinas de corral. Una delicia.
De nuevo, las gotas de sudor frío aceleraban por la espalda abajo, los ojos enrojecidos, el vientre girando como una lavadora encorajada y la mano sobre el trasero como queriendo evitar lo que iba a ser inevitable.
Con ligero andar, cómico incluso, intentando no separar mucho las piernas, fue veloz hacia el retrete para dar paz a su angustiada vida de aquel fatídico sábado.
Al desabrochar los botones de sus calzones, la nota que había recogido de debajo de la tortilla, la ponzoñoza, cayó ante sus pies.
Con desgana, cogió la nota que ponía su nombre y la sacó de la pringosa envoltura que la mantenía a salvo. No tardó en comprender que aquella situación en la que se encontraba no era fruto de la casualidad. Era la respuesta de sus vecinos a lo que él, en sus veinte años, había sembrado.
Su falta de respeto, su egoismo, su cara dura.
Al salir del baño, pidió disculpas por tener que dejarles y les informó de que no se encontraba bien. Antes de marcharse le llamó la atención la señora Magnolia: –¡Muchacho! Llévate un trocito de tortilla para el camino, que seguro que te hace buen estómago.
Andresín, cabizbajo, cerró los ojos y cerró la puerta. Fueron interminables metros de vuelta a casa, volviendo a pasar por el bar de don Tenorio donde todos seguían comiendo tortilla. Justo al pasar por la tienda de ultramarinos, se asomó Luisón.
– ¡Qué! Andresín, a comer que ya es hora, ¿no?
El chico, avergonzado, aceleró el paso, entró en casa y subió las escaleras muy despacio y con las piernas muy apretadas hasta llegar de nuevo al baño. La tarde del sábado, varias horas por la noche y la mañana del domingo, las pasó sentado en aquel incómodo trono que le había sido otorgado por su ansia al comer.
Por la tarde, más restablecido, en parte por la sopita de arroz que su madre, la Tomasa, le había preparado con todo el cariño, pensó en que, además de cambiar su comportamiento de hasta ahora, debía de pedir perdón a sus vecinos. No volvería a coger nada que no le fuese dado si no era suyo e intentaría ganarse el respeto de los demás por su trabajo y sus buenas acciones.
– Buenos días Andrés. –Saludó el alcalde entrando en el Ayuntamiento como cada lunes.
– Buenos días don Antonio. Que tenga usted un buen día.
El alcalde frenó en seco. Esperaba la retahila con voz de tángana de cada mañana y aquello no le cuadraba para nada. Giró sobre sus tacones y se acercó al chico.
– ¿Te encuentras bien Andrés? ¿Acaso no has desayunado?
Andresín sonrió alzando un poco las cejas. – Don Antonio, tengo que disculparme con usted por martirizarle con mis preguntas tontas de cada mañana. Usted me dio un empleo y yo le he pagado haciéndole decir su nombre y puesto de trabajo para reírme por dentro al verle ponerse de los nervios. No volverá a ocurrir. Discúlpeme y muchas gracias por todo lo que ha hecho siempre por mí.
A don Antonio se le habían abierto los ojos y la boca hasta más no poder. Aquello no podía ser verdad. Andresín disculpándos y haciendo la promesa de comportarse como un ciudadano responsable.
– Andrés, te lo vuelvo a preguntar, ¿estás bien? Esto es lo último que me podía yo esperar esta mañana, a la par de ser la mejor noticia que podemos tener este año en San Marcos de la Jara.
Don Antonio, no sabía nada de la trama que se urdió durante el fin de semana para escarmentar al chico y se había quedado un poco fuera de juego. Si bien, su secretaria lo puso al día en un abrir y cerrar de ojos.
El alcalde, que a fin de cuentas apreciaba al chico porque en el fondo, allá muy profuno, tenía un grandísimo corazón, decidió bajar a charlar con él para darle un poco de ánimo.
– Bueno chico, ¿quieres acompañarme a desayunar? Si hoy se escapa un ratillo alguno de los trabajadores de esta Casa, se lo perdonaremos.
Andresín sonrió y asintió con la cabeza.
– Pero eso sí, a partir de mañana sigues con tu técnica de pasar lista a todo el que entre y salga. Vámonos.
– Don Antonio –Dijo el chico cogiéndole del brazo e impidiéndole salir. –Nombre y puesto de trabajo –y esgrimiendo una gran sonrisa cerró su cuaderno y se fue junto al alcalde para hacer uso del tiempo que le correspondía para el desayuno.
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