Bienvenidos. Hoy Explora Natura continúa presentando para ti las aventuras de Andresín. Disfruta y comparte en familia las historias de este peculiar personaje y #quedateencasa.

 

Los Monaguillos

Tras las fiestas, las tardes en San Marcos de la Jara se habían quedado apagadas. El bullicio de los forasteros que iban de un lado a otro de la plaza, apurando las vacaciones, y por qué no, las orzas de chorizos y lomo en manteca, había llegado a su fin. Y, allí, tan aburrido como el pueblo estaba Andresín. Sentado en el portal de su casa mientras devoraba con ansia un joyo con aceite y una jicarita de chocolate del negro.

En San Marcos era costumbre hacerle un agujero al bollo de pan, echar aceite sobre él, espolvorear un poco de azúcar y volver a tapar con la miga que previamente se había extraído. A aquello le llamaban hoyo o “joyo” y se daba en la merienda a los críos acompañándolo con un trocito de chocolate. A veces, se echaba junto al aceite y azúcar, un puñaito de cacao en polvo, haciéndolo aún más apetitoso para los pequeños.

Aquella miga gorda del centro del bollo, se iba troceando y se mojaba con el aceite del improvisado volcán, aunque a Andresín aquello le parecía una pérdida de tiempo y se lo zampaba empezando por un extremo con el trozo de chocolate introducido en el pan. Así acababa antes. Total, si al final iba a acabar dentro de su barrigota, para qué demorarse.

Se deslizaba su último bocado entre los dientes cuando vio pasar a dos críos de unos 12 años. Más bien, se fijó en el pedazo de torta de aceite que llevaba cada uno y pensó que, quizá, le pudieran regalar un bocadito.

–¡Shhhh! ¡Niños! –les llamó la atención –a donde vais tan deprisa. ¿Os ayudo con la torta?

–No hace falta –dijeron a dúo escondiendo el preciado bocado en la espalda –vamos a la iglesia con don Zacarías.

Andresín, quedó un poco contrariado al perder tan apetitoso bocado pero al mismo tiempo le entró la curiosidad. –¿A qué irían a la iglesia si era martes? –pensó. –Pero, si hoy no es domingo ni tan siquiera día de fiesta, ¿a qué vais?

–Vamos a ensayar para la misa del domingo.

–¿A ensayar?¿Pero la misa no la dice el señor cura?

–Que burro eres Andresín, nosotros somos los monaguillos, los que ayudamos al párroco.

–Ahhh –respondió con un notable desinterés. Que tendría de divertido aquello para perder la tarde del martes junto al cura.

-¿Y qué hacéis allí?

–Pues lo de siempre. Preparamos las lecturas del domingo, el vino, encargamos las flores, colocamos los bancos y luego don Zacarías nos invita a merendar.

De pronto todo cobró otro sentido para Andresín. Habían dicho las palabras mágicas: invitar y merendar. Con la boca hecha agua, les preguntó:

–Y… ¿os invita cada vez que vais?¿a qué os invita?

Los niños se echaron a reír, conocedores de la fama de glotón del muchacho y viéndolo tragar saliva. –Cada tarde vamos al torno de las monjas y nos pedimos una torta de aceite. Algunas veces nos da el dinero y las pagamos y otras las dejamos apuntadas. El mayor de los dos chicos, algo más socarrón, le añadió por el puro gesto de ver salivar a su inflado tertuliano, algún sabroso detalle: –con su azuquita tostada y su almendra frita en el centro. Para chuparse los dedos. Y el domingo nos da cinco duros.

Andresín, con la vista nublada y mareado por el hambre les lanzó una batería de preguntas: –Y…¿para ser monaguillo que edad hay que tener? ¿puede ser cualquiera?¿yo podría serlo?

Los chicos volvieron a reír. Sólo la idea de tener a aquel traste como compañero les hacía partirse de la risa. –Para ser monaguillo sólo hay que querer y tener tres tardes a la semana libres para ensayar y la mañana del domingo para ayudar en la misa. Bueno, y que don Zacarías te dé el visto bueno.

Ahí vio Andresín un posible problema, pues no era muy de visitar la iglesia y seguro que el señor cura estaba al tanto de sus travesuras. Aunque a su favor estaba que era trabajador del Ayuntamiento.

–Pues voy con vosotros a ver si me acepta.

Y así tomaron rumbo hacia la sacristía de la Parroquia, entre saltos, empujones y risas.

–¡Don Zacarías, don Zacarías! –Entraron gritando los críos dejando a Andresín esperando en la puerta.

–¡Por Dios, niños! ¡Qué son esas voces!

–¡Don Zacarías! –volvieron a gritar tomando aliento de manera compulsiva y exagerada, como suelen hacer los niños. –

Venimos con Andresín, el hijo de la Tomasa, que quiere ser monaguillo, ¿puede ser?

El señor cura no salía de su asombro. La tos se apoderó de su garganta y casi se ahoga al tragarse un caramelo de buen porte, de esos de piñones del Caserío de Tafalla, que parecen casi una pastilla de jabón. Se le iba un color y se le venía otro. Mirando al cielo y hablando para sí se preguntó: –Señor, con lo poco que queda para que me jubile, siendo un hombre honesto, servicial y temeroso de Vos, ¿por qué me envías tan dura prueba? Soy mayor y no me encuentro con fuerzas para torear a este toro.

–Bajando la cabeza lentamente accedió: -Si así lo quieres, así sea.

Miró a los chicos y con una amplia sonrisa, quizá algo forzada, les dijo: –En la casa del Señor, todos son bienvenidos.

–¡Biennnn! –exclamaron los chicos sabedores que con su nuevo compañero, la diversión estaba asegurada en aquel ambiente habitualmente serio y estricto.

-Decidle que pase.

Al momento, asomaba su enorme cabezota por la puerta de la sacristía. –¿Da usted su permiso, don Zacarías?

–Sí, pasa Andrés. Dicen los chicos que quieres ser monaguillo. Eso me alegra. Cada vez son menos los jóvenes que se acercan a la Iglesia y menos aún los que están dispuestos a echar una mano. Bien, lo primero que vamos a hacer es arreglar una sotana de las grandes para que podamos encajar ese cuerpo serrano en ella. Tendrás que venir los martes, jueves, sábados y domingos.

–Y…digo yo –interrumpió el joven –ya será hora de merendar un poco, ¿no? Es que con la barriga llena se me quedan mejor las instrucciones

–dijo esgrimiendo una amplia sonrisa.

El cura, de avanzada edad y gran sabiduría, exclamó: –¡Acabáramos! Esta es la explicación de todo –pensó –Bueno, nada es gratis –y escarbando en el bolsillo sacó un billete de cien pesetas. –A ver, ¡niños! Tomad veinte duros y os compráis la merienda.

La luz iluminó la cara de Andresín que vio recompensado el esfuerzo de ser monaguillo nada más empezar. Los tres chicos corrieron en dirección al convento de las Agustinas. En él, las monjas de la congregación hacían los más ricos pasteles: tortas de aceite, magdalenas, bizcotelas, pestiños…Desde hacía años, las gentes de San Marcos de la Jara, acudían al torno de las monjas de clausura para degustar sus delicias.

Andresín entró como una bala. Él no había visitado antes aquel lugar y no conocía el protocolo, pero lo que sí sabía es que allí, estaban los mejores pasteles de la zona.

–¡Despachad! –dijo golpeando el torno de madera.

Sus jóvenes acompañantes, entre avergonzados e intentando controlar su risa, le reprendieron su actitud: –¡Shhhhh!

–¿Qué pasa? –se extrañó el muchacho, acostumbrado a llamar de aquella manera cuando era enviado por su madre a las tiendas de comestibles de su calle.

–¡Andresín! –dijo entre risas y algo ruborizado uno de los chicos. –Ahí dentro hay monjas. Hay que hablarles de otra manera. Con más respeto.

–¿Y yo que he dicho? No le he faltado el respeto a nadie.

–No te preocupes –dijo el mayor de los jóvenes –ya me encargo yo –Y dando suavemente con los nudillos en el torno de madera esperó a que una dulce voz le respondiera.

–Ave María Purísima, ¿qué desea?

–Sin Pecado Concebida, madre –dijo educadamente el chico –somos los monaguillos, dice don Zacarías que nos dé tres tortas de aceite.

–¿Tres? Pero si sois dos, ¿o es que le entró apetito a don Zacarías?

–No madre, ahora somos tres. Andresín, el hijo de la Tomasa es el nuevo monaguillo.

–¡Ah! Pues me alegro entonces. Si don Zacarías lo ha escogido como ayudante, seguro que es un buen chico.

Instantes después los tres chicos abandonaban la habitación del torno con su apetitosa torta. Pero había un detalle que no había pasado desapercibido para el mayor de ellos. Andresín, dueño de aquella mente privilegiada para idear travesuras, se percató de que aquella dulce y encantadora monja, había hablado con ellos pero no les había visto las caras. Además, tenía como atractivo añadido el torno, en el que se depositaban las tortas y al hacerlo girar, les llegaban hasta ellos. Entonces paró en seco y dijo: –Chicos, esperad un momento aquí –los dos niños se miraron con cara de sorpresa pero siguieron degustando aquel manjar de aceite, harina y azúcar tostada.

Andresín volvió a entrar a la habitación donde habían estado hablando con las monjas. Introdujo su mano libre en el bolsillo, sacó un pequeño petardo, lo prendió y llamando con los nudillos sobre el torno, lo dejó en su interior. Colorado por la risa, imaginando la cara de la encantadora monja al encontrarse con aquel petardo, inofensivo, pero petardo, salió corriendo mientras subía torpemente sus calzones que no le dejaban escapar con agilidad.

Cuando llegó junto a sus compañeros, recibió toda una batería de preguntas: –¿De dónde vienes Andresín? ¿De qué te ríes que te vas a ahogar? ¿Ese ruido no habrá sido un petardo? Mira que las monjas son santas.
El joven travieso, recuperando el color y tomando aire, con la mano sobre el estómago para ayudarse, hizo un gesto con la mano para que callaran mientras se recuperaba su fatigado cuerpo.

-No sé lo que ha pasado. He ido a felicitarlas por lo buenas que les salen las tortas, pero cuando iba a llamar, he oído una pequeña explosión. Se les habrá caído algo, pero como no se puede entrar no les he podido ayudar.

–Ya –dijo uno de los monaguillos –entonces ¿de qué te venías riendo?

–Me he acordado de un chiste. Ya te lo contaré luego. –Y cambiando de tercio para desviar la atención les dijo: –¿Todavía os queda torta? Si no la queréis entera me la como yo.

Los chicos, en un acto reflejo, pegaron aquel delicioso manjar a su cuerpo a la vez que lo giraban para protegerlo. Era comida y aquello no era un juego para Andresín. Peligraban en sus manos al menor descuido.

Poco convencidos continuaron con dirección a la iglesia. –Bueno, vamos que don Zacarías espera.
La tarde pasó distraída para el muchacho aconsejado e instruido por el párroco y los dos jóvenes. El pan, el vino, las flores, la sotana…todo era nuevo y por tanto, muy divertido.

El sábado llegó en un santiamén. Era la víspera del debut de Andresín como monaguillo y quedaron temprano para el ensayo. A diferencia de otros días, don Zacarías había llegado antes que ellos y esperaba en la puerta de la sacristía con semblante serio.

–Buenas tardes don Zacarías –corearon los tres.

–Hola niños. A ver, ¿qué ocurrió el jueves en el torno de las monjas? No vayáis a mentir o el señor os castigará.

Los dos más jóvenes palidecieron. Sabían que su nuevo compañero había liado alguna trastada y esa era la causa de que el párroco les estuviera esperando.

Andresín, experto en la técnica del disimulo, de la que había hecho un arte, se le quedó mirando con la boca medio abierta, como si no fuera con él. –Don Zacarías, ¿hoy nos va a convidar a tortas otra vez? Es que ha dicho la palabra torno y se me ha venido un recuerdo de lo más dulce.

–¡Andrés! –Gritó incrédulo el cura –Déjate de tortas que es fácil que la que te comas hoy, te la dé yo.

–¿Usted también hace tortas? ¿Entonces por qué fuimos al torno? O, ¿acaso trabaja usted también allí?

Don Zacarías cerró los ojos, contó hasta diez unas tres o cuatro veces y continuó con el interrogatorio.

–¿Vosotros no tendréis nada que ver con un petardo que colocaron en el torno a la misma hora que os mandé a por las tortas, verdad?

–No don Zac… –se excusaban los niños cuando fueron interrumpidos por Andresín.

–Que va, don Zacarías. Yo fui a darle las gracias a las monjas por lo buenas que estaban las tortas cuando oí una explosión y vi a dos chicos salir corriendo. Yo volví aterrorizado al encuentro de mis compañeros, ¿verdad? –dijo volviendo la cara hacia sus nuevos amigos que lo miraban con estupor. Estaban en lo cierto, el del petardo había sido él. Por no hacerle un feo a su nuevo compañero, asintieron con la cabeza.

El párroco que tenía muy claro quien había sido el autor de la fechoría, dio por buena la contestación pensando que a lo mejor quedaba ahí la cosa.

–Bueno, supongo que el que lo ha hecho debe de saber que el que agrede a una monja, que es hija de Dios, se condena a vivir en el infierno. Pasad.

Al llegar Andresín a la altura del párroco, éste le cogió por la oreja y acercándosela a sus labios le susurró: -Antes que cura fui monaguillo, no lo olvides.

 

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Las aventuras de Andresín: Los Monaguillos
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