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La visita de los Reyes

¡Por fin había llegado el gran día!

Tras muchos meses de reuniones, solicitudes, subvenciones y obras, los Juzgados Comarcales estaban listos para su inauguración. Quizá era éste uno de los acontecimientos más importantes que se recordaban en San Marcos de la Jara, sobre todo, porque sus Majestades, los Reyes de España, habían anunciado su asistencia.

Aquello era un acontecimiento único y lleno de responsabilidad. Se darían cita todos los personajes importantes de la zona: políticos, guardia civil, periodistas de radio y televisión y, claro está, miles de curiosos deseando de ver a don Felipe y doña Leticia.

Don Antonio andaba muy nervioso en estos días. Era mucha la responsabilidad y tenía que estar pendiente de muchas cosas a la vez, incluido el tema Andresín. Uno de los que más le preocupaban.

El día previo a la inauguración, el pueblo estaba invadido de policías que miraban una y otra vez las papeleras y contenedores de basura. Grandes furgones con enormes antenas iban tomando posiciones cerca de la plaza donde se celebraría el acto oficial y donde se encontraban las estancias del Juzgado.

A las 9 de la mañana, estaba plantado don Antonio junto a la puerta del Ayuntamiento. Esperaban con impaciencia que trajeran la alfombra roja y las flores que darían ese punto glamuroso al evento. De repente, la mandíbula inferior se le descolgaba al alcalde para dejarle con la boca abierta. La empresa encargada de la decoración floral, estaba descargando cantidades ingentes de crisantemos.

–¡A ver, a ver! ¿Pero esto qué narices es? ¿Crisantemos? ¿Cómo vais a poner flores de cementerio en una recepción oficial a sus Majestades –Don Antonio estaba rojo de ira. –¿Quién había encargado semejante barbaridad?

–Don Antonio –Le llamó la atención su secretaria –Es que estaban de oferta.

–Pero, ¿qué me estás contando? Ahora mismo se llevan esas flores y traéis unas que den la talla en el acto. Ah, mira, llegan los de la alfombra. No te demores en lo de las flores.

Después de ver como estaban trabajando los operarios que colocaban el rojo pasillo, se quedó más tranquilo y subió al despacho para llamar al señor Juez.

–Nombre y puesto don Antonio –reclamaba respuesta la tanganosa voz de Andresín.

–Tú eres lo que me faltaba hoy –Y sin hacerle mayor caso atravesó la puerta del Consistorio en busca de su despacho. –¿Y con éste que hago yo mañana? Es capaz de liarla y avergonzarnos ante toda la comarca. –Don Nicanor, ¿cómo está usted? Soy don Antonio, el alcalde de San Marcos de la Jara.

–Hombre don Antonio. Supongo que estará nervioso, pero no se preocupe, que ya hemos llegado mi secretaria Mari y un servidor al pueblo. Vamos hacia los Juzgados.

Don Nicanor era un juez a punto de jubilarse y que por ser de una zona cercana, le habían ofrecido la dirección de los Juzgados hasta que llegara el día de su jubilación. Bajito, regordete y con los pantalones caídos siempre, andaba pegándose puñados del cinturón para alzarse los calzones.

Su generosa nariz, arrugada, rojiza y cruzadas de venas, apuntaba su afición al vinillo de Valdepeñas. Era un hombre amable que tenía fama de ser una persona justa y muy querida entre sus compañeros. Junto a él, Mari. Su joven secretaria que le acompañaba desde que, hacía ahora cinco años aprobara las oposiciones.

Mari era muy presumida y siempre iba elegantísima. Con sus ojos verdes que resaltaban sobre su tez morena y el pelo negro, pizpireta y siempre subida a sus tacones de aguja, no dejaba indiferente a nadie.

Don Antonio, asomado en la puerta del Ayuntamiento cambió su semblante serio al verles llegar.

–Buenos días don Antonio y compaña.

–Buenos días don Nicanor. Buenos días Mari.

Un codazo regalado de parte de Andresín, que se había asomado por la novedad, hizo que el alcalde se volviera por el golpe inesperado.

–¿Qué te pasa a ti Andrés?

–Nada don Antonio, ja ja ja, que se le cae la baba con la Mari. Es guapa ¿eh?

Don Antonio, acostumbrado a las cosas del muchacho prefirió no contestar para no alargar una conversación que no iba a ninguna parte.

–Les acompaño hasta el Juzgado.

Y tomando dirección a los juzgados, comenzaron a ultimar algunas cosillas.

–Don Antonio, don Antonio –Vociferó Andresín acercándose a ellos a toda la velocidad que le permitían sus apretadas carnes.

El alcalde, de modo instintivo, cerró los ojos y se encogió de hombros, como el que espera recibir un golpe en la cabeza. –¿Queeeé, Andrés? ¿Qué mosca te ha picado ahora?

–¿A mí? –Dijo respirando exageradamente por el esfuerzo hecho en esa veintena de metros que les separaba. –A mí no me ha picado ninguna mosca don Antonio. –Respondió mientras se revisaba los brazos en busca de la susodicha picadura.

–¡Andrés! Mírame por favor. No te ha picado ninguna mosca. Es una forma de preguntarte qué narices quieres. Tú sabes que al final me entierras ¿Verdad?

–¿Yo? –Dijo sorprendido el joven –Lo enterrará Joseíllo el enterraor.

El alcalde alzó la vista al cielo, emitió un gran suspiro y se dijo para sus adentros: “¿Y qué hago yo con éste mañana?”

Mari, miraba la escena con los ojos muy abiertos y sorprendida y don Nicanor se atragantaba entre el humo de su habano y la risa que le había provocado aquella conversación sin sentido.

–Dime Andrés, dime. Y deja ya de mirarte los brazos que me pones muy atacao.

–Que dice su secretaria que ha llamado don Grabiel, el notario.

–Don Gabriel –Le corrigió.

–Ea, don Antonio, don Grabiel.

–Que se dice Gabriel, Andrés.

–¿Grabiel Andrés? A mí sólo me ha dicho don Grabiel.

El alcalde dirigió su mirada hacia sus acompañantes. Mari continuaba con sus ojos abiertos de par en par y los labios apretados intentando disimular la risa. Don Nicanor, tosía y tosía pero sin intentar disimular la carcajada. Esa conversación sin sentido entre alcalde y portero no tenía desperdicio.

Don Antonio volvió a mirar a Andresín –¿Qué quiere don Grabiel?

El muchacho se quedó mirando fijamente al alcalde –No me acuerdo don Antonio. Es que usted me lía.

Ahora Mari lloraba de la risa mientras ofrecía un trago de agua de una botellita que llevaba en el bolso al señor juez, que de toser y reír había empezado a cambiar de color. Ahora la piel de su cara era roja oscura.

–¡Ah, sí!, ya me acuerdo. Que viene para aquí don Grabiel.
El alcalde moviendo la cabeza le dio las gracias. Quince minutos de su vida perdidos por un simple recado de diez segundos y avergonzado ante el señor juez y su guapa secretaria.

–Lo siento don Nicanor, Mari, este muchacho está especializado en atormentarme la vida. No hay remedio. Lo mejor, darle la razón y dejarlo estar.

–Ja ja ja –continuó riendo el juez –ha sido divertido don Antonio, no necesita usted disculpase. Ahora, cada vez que lo vea venir, apartaré el puro de mi boca. Si no es por Mari, me habría atragantado.

¡Ojú! –Exclamó la chica reteniendo las lágrimas, provocadas por la risa, de sus ojos con cuidado de mantener en su sitio el rímel.

Los tres, entraron a las dependencias de los Juzgados para intentar organizar los últimos detalles del protocolo.
A las cuatro de la madrugada, a don Antonio se le había ocurrido una idea absolutamente genial para quitarse de encima a Andresín durante el acto de inauguración de los Juzgados.

–Le diré que vaya a la Ermita de la Esperanza, a comprobar cuál es la llave de la cerradura. Le daré un buen manojo de llaves erróneas y con que salga de aquí a las nueve, no regresará hasta la tarde. –Y cruzando los dedos, se volvió a recostar quedándole una sonrisa dibujada en la cara mientras cerraba los ojos.

–Andrés, por favor, tienes que sustituir a un empleado del Ayuntamiento.

–Siiiii –Respondió ilusionado el muchacho.

–Tienes que ir a la Ermita de la Esperanza y comprobar cuál es la llave de la puerta –y diciéndole esto, dejó caer sobre sus manos medio centenar de llaves viejas ensartadas en un alambre.

–Don Antonio, la Ermita está a ocho kilómetros y yo no tengo coche ni moto. Me perderé la visita de los Reyes.

–Pues entonces no te entretengas –Le dijo poniéndole la mano en el hombro e invitándole a que iniciara la marcha. –Tú eres capaz de ir y volver antes de que lleguen –Y mirando de reojo hacia el cielo, pensó: “Dios no lo permita”.

Ahora ya estaba más tranquilo. Un gran problema estaría a unos cuatro o cinco kilómetros cuando comenzara el acto.

El glamour y la elegancia se palpaban en el ambiente. Todos los trabajadores del Ayuntamiento ataviados con su traje y corbata y las mujeres presumiendo de perfumes y vestidos comprados para semejante evento. Las calles engalanadas con banderitas de España que zigzagueaban entre los balcones, atestados de rojos y blancos geranios. La plaza, limpísima, los árboles bien podados y las rejas del Consistorio recién pintadas.

Y haciendo una “V”, la alfombra roja que comunicaba el lugar de la ceremonia pública, el Ayuntamiento y los Juzgados. Sobre un escenario, la Banda de Música Municipal y junto al alcalde, don Zacarías, el párroco de San Martín de la Jara, armado con el hisopo para la bendición con la que culminaría el acto.

San Martín de la Jara había sido designado como cabeza de partido judicial, por encontrarse en el centro de una extensa comarca manchega, rodeada de otros pueblos con menor número de habitantes. San Martín era un pueblo bastante pequeño e iba a convertirse en el primero que contaría a partir de ahora con un edificio judicial. Ese era el motivo de la presencia en aquel acto de los Reyes de España.

Vecinos y curiosos de otros pueblos cercanos, aplaudían y vitoreaban a los miembros de la Casa Real al paso por la alfombra roja. Don Antonio, don Nicanor y don Zacarías, acompañaron a sus Majestades hasta sus asientos. Dos viejos sillones de respaldar tallado y forrados con un elegante terciopelo azul marino. Acomodados todos, el señor alcalde comenzó el acto agradeciendo la presencia de don Felipe y doña Leticia.

Y no llevaba tres líneas de su discurso cuando algo llamó su atención y un mal presagio le pasó por su cabeza. Andresín entre empujones y pisotones, caminaba entre el gentío hasta lograr posicionarse entre el personal del Ayuntamiento que tenía a su espalda.

–Paso, paso, permiso, que voy, a ver, me deja…?

Hasta colocarse al lado de don Antonio que acababa de pasar el turno de palabra a don Nicanor.

–Anda que no va usted repeinao y elegante don Antonio –Le dijo propinándole un suave codazo en las costillas.

–Pero, ¿y tú qué haces aquí? ¿Yo no te di instrucciones para hacer?

–Verá don Antonio, como no me iba a dar tiempo, en vez de ir a la ermita, he ido a la casa de la mujer que la limpia y me ha dado una copia de la llave. Por cierto, de las que me dio usted, no sirve ninguna. Menos mal que no he ido. ¿Cómo se llama la reina?

–Doña Leticia –Dijo el alcalde sin salir de su asombro ante el inteligente
acto que Andresín acababa de protagonizar. Cada día le sorprendía más.

Y dándole otro codazo, le dijo: –Pues no le quita ojo a los zapatos de tacón de la Mari. Seguro que mañana se compra unos igualitos.

–¡Andrés! –Gritó por lo bajini el alcalde, mientras los empleados del Ayuntamiento que estaban cerca de ellos intentaban aguantarse la risa.

–¡No digas más tonterías! Le voy a decir al jefe de la policía que te arreste.

–Si hombre, don Antonio. ¿Cómo me va a arrestar por eso? Mire, mire. Está hablando el Rey y ella no hace nada más que mirarla de arriba abajo y clavarle los ojos en los tacones. Seguro que mañana se compra unos iguales.

El alcalde, por un instante dirigió su mirada a la reina. Estaba claro que no quitaba ojo de la secretaria de don Nicanor. A decir verdad, pensó para sí: “Es que viene muy elegante la muchacha”.

–¡Andrés! Te callas y deja de decir chorradas que esto es muy serio.

El acto se desarrolló sin ningún contratiempo, salvo los pisotones constantes de Andresín a quienes tenía cerca, que poco a poco, le fueron cediendo espacio alrededor de su cuerpo.

Cuando todo el mundo acabó con su correspondiente intervención, aburridísima para Andresín, en la que se habló de la importancia de la Justicia y las Leyes del Estado y que el gentío protestaba por lo bajini en desacuerdo, llegó el momento de don Zacarías. Como era mayor y el acto se había alargado más de la cuenta, no tenía intención alguna de ser el culpable de que durase mucho más. Así que hisopo en mano, se encaminaron hacia los Juzgados.

–Don Zacarías, ¿se lo llevo? –preguntó Andresín.

En un acto reflejo de supervivencia, y tras haber tenido a aquel trasto de muchacho por monaguillo, el párroco se pegó el hisopo y el agua bendita a su cuerpo. Incluso paró un momento en su marcha para comprobar que no faltaba nada. Estando por allí aquel terremoto, cualquier cosa podía
pasar.

–Don Antonio, con esa poca agua no va a tener don Zacarías para bendecir todo el Juzgado.

–Qué animalito eres Andrés Pérez. Sólo se echan unas gotas, es suficiente para que nuestro Señor bendiga esta Casa.

–¡Ahhh!.

Para finalizar, tan sólo quedaba la fotografía oficial de recuerdo de sus Majestades los Reyes con toda la plantilla del Juzgado y del Ayuntamiento, acompañados, por supuesto, de don Manuel, de la Guardia Civil, don Kiko, de la Policía Local y el párroco.

Ni que decir tiene que el joven Andresín había sido enviado a la parte más alejada de los Reyes, cosa que su particular forma de ser, no estaba dispuesto a consentir. Así que arrodillado, como si de una tuneladora se tratase se las ingenió para asomar la cabeza entre las piernas de don Felipe y la foto quedó para la historia como nunca habría soñado don Antonio.

Andresín, tirado por el suelo, el alcalde mirando al chico con cara de espanto, dos guardaespaldas intentando cogerlo, don Nicanor alzándose los calzones, la reina con la vista clavada en los tacones de Mari y el cura, llamándole la atención al Rey, que se esforzaba por sonreír a sus súbditos.

–Mari, Mari, Mari –Gritó Andresín dirigiéndose a la secretaria.

–Dime joven mozo –dijo ella con acento leonés.

–Cuando esta tarde lleguen los Reyes a Madrid, está la reina mandando al rey a comprarle unos zapatos como los tuyos. ¡No te ha quitado ojo!

–Sonrió Andresín.

–Ja, ja, ja –Rio la joven secretaria poniéndose colorada.

 

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