Hola y bienvenidos. Hoy Explora Natura te trae otra historia más de las aventuras de Andresín para compartir en familia.

 

La feria

Había llegado febrero y con él la Feria de Ganado. Durante los cuatro días de fiesta, se daban cita los ganaderos de toda la comarca con sus animales, incluso de más allá, para presumir de ellos, de su planta, de su tamaño, de su peso…

Eran famosas las pavas de las Vegas de Fontalba, población cercana y a veces rival, donde se criaban con grandes muslos y generosas de pechuga. Enormes gorrinos de los llamados de pata negra que venían lustrosos y hartos de bellotas de las dehesas del norte de Córdoba.

Ocas, gallinas y patos, eran afamados en tierras de Daimiel y Villarrubia, donde la Vega del Guadiana les daba un sabor especial a sus carnes blancas. Asnos, mulos, burros, caballos, vacas de carne y de leche, completaban el aforo animal en la Feria y Fiestas en honor de la Virgen de la Candelaria, patrona de San Marcos de la Jara.

A Andresín, la feria en sí no le llamaba mucho la atención. Solía acercarse a ver los grandes toros y los caballos de pura raza pero en realidad se aburría bastante. Mucha mosca y poco chaval suelto para tramar alguna que otra diablura. Aunque era visita obligada a diario porque quien sabe, cuando menos se espera podía saltar la liebre.

Tras la mañana de tratos y ventas, mujeres y hombres de la comarca se concentraban junto al patio del colegio, lugar donde estaban instaladas las casetas de tiro al blanco, las barras de improvisados bares y las atracciones de feria, barcas y columpios.

En la zona, a esta franja de tiempo que iba desde poco más de mediodía hasta las cuatro o cinco de la tarde, se le conocía como “sesión vermú” y sobre el remolque de un tractor, había un grupo de música que tocaba las versiones de los últimos éxitos para amenizar la velada.

Novios, matrimonios y otras parejas formadas por mujeres, solían bailar y bailar un pasodoble tras otro. Para unos era la forma de ligar, para otros una forma divertida de celebrar la fiesta y salir de la rutina, y para otras, algo que les hacía olvidar que sus maridos eran unos aburridos o bien andaban ya algo pasados de Chinchón.

Sobre sus cabezas, farolillos de papel pintado y banderines con el escudo de San Marcos, que parecían agitarse al ritmo de Paquito el Chocolatero y La Conga.

En el centro del patio, se alzaba un gran poste, como esos de telégrafos, que servía para las cucañas diarias. Eso ya sí que gustaba más a Andresín, a pesar de no haber conseguido nunca un premio. Cada año, se preparaba
mentalmente para conseguirlo aunque el resto de su cuerpo, como decía su madre, la Tomasa, no le acompañaba.

El poste estaba bien untado de grasa de gorrino para dificultar la subida de la chavalería que buscaba el premio de su cima, un jamón bien curado que traían de las sierras de Trevélez.

Andresín con sólo mirarlo, se ahogaba en su propia saliva y el triperío le sonaba alrededor como una rondalla cantando a una enamorada. Pero este año estaba dispuesto a que uno de los cuatro jamones acabara durmiendo con él en su casa. Puesto en la fila aguardando su turno, veía como uno tras otro iban cayendo sin llegar a pasar de la mitad del tronco. Andresín sonreía a cada fracaso de sus antecesores pues, con cada participante, la grasa iba disminuyendo.

Llegó su turno y el gentío comenzó a reír. La estampa era de lo más cómica. El poste podría medir sobre cinco metros, Andresín clavado a su pie miraba fijamente el premio que con la ayuda de una grúa habían colocado en la parte superior del poste.
Tranquilo, metió los bajos del pantalón en los calcetines y se despojó de la chaqueta, quedando en camisa. El pueblo entero iba jaleando cada uno de sus movimientos entre gritos y risas.

–¡Oooooleeeeeee!

–¡Vamos Andresín que ya es tuyo!

El chico, ajeno al griterío de la gente, estaba concentrado en su meta. Rojo como un tomate, ropa ajustada casi a punto de reventar, pantalones dentro de los calcetines, camisa blanca arremangada por encima de los codos y con algo en los bolsillos que abultaba en exceso.

Él tenía su plan y en las normas no se hablaba de nada que lo impidiese. Para el asombro de todos, tanto que los dejó callados y boquiabiertos, sacó de sus bolsillos un par de puñados de yeso y los fue esparciendo alrededor del poste. En cuanto el yeso engrasado comenzó a fraguar, Andresín empezó a subir. De cada poco, un puñadito de yeso y así fue avanzando lento pero seguro. Ahora la gente que se burlaba, coreaba su nombre aplaudiendo cada vez que ganaba unos centímetros a aquel poste.

–¡Anda que el hambre no es lista! ¿Eh Andresín? –le gritaban algunos.

Él último metro fue el más duro. Ya las fuerzas estaban mermadas. Sus brazos llevaban demasiado tiempo tirando de aquel pesado chaval y el yeso se había acabado. Fue entonces cuando casi se cae en uno de los resbalones.

–¡Uyyyy! –exclamaron todos.

Se hizo el silencio y casi se podía oír el latido del corazón de Andresín que marchaba a mil por hora.

Cuando después de unos veinte minutos consiguió dar con la palma sobre el jamón, los aplausos, gritos y silbidos invadieron el patio del colegio. Nadie apostaba por que hubiera subido un metro y con su tenacidad e inusual inteligencia, ahora era casi lo más parecido a un héroe.

Una vez en el suelo, continuó siendo vitoreado y las palmaditas en la espalda eran continuas.

–¡Qué grande eres chaval! Desde que trabajas en el Ayuntamiento te has vuelto más listo que muchos del pueblo.

Los ojos de la Tomasa rebosaban de agua y felicidad al mismo tiempo. Su pequeño, para ella lo era, tenía un día de gloria por fin. Parecía que todos quisieran tenerlo como amigo y eso la llenaba de orgullo.

Don Antonio, el alcalde, había estado viendo todo el episodio desde la barra de una de las casetas y con una sonrisa bien plantada, casi tan grande como la de Andresín, se acercó a estrecharle la mano. –¡Enhorabuena! Has obrado con inteligencia y ahí tienes el fruto. ¡Así me gusta!

Andresín, se había ruborizado en varias ocasiones, aunque no se apreciaba porque siempre estaba colorado, y más aún tras el esfuerzo que había hecho al trepar por el poste.

La tarde transcurrió con varios intentos para los otros tres jamones. Incluso tuvieron que imponer e improvisar reglas nuevas al ver que todos los chavales jóvenes habían ido a sus casas a llenarse los bolsillos con yeso. A partir de Andresín no estaba permitido echar yeso o arena sobre el poste, que dicho sea de paso, volvieron a untar en grasa después de un buen rato de raspado.

Al final de la jornada comenzó la entrega de jamones. Los cuatro afortunados lucían merecidas sonrisas que iban a ser canjeadas por las cuatro patorras de buen porte de los gorrinos.

Andresín, cuando cogió la suya entre aplausos y silbidos de alegría, sacó del bolsillo una navaja de muelles albaceteña. –Tra tra tra tra… –protestaron sus siete escalones hasta quedar abierta. –¡Esto hay que catarlo ya! No sea que esté malo y luego pongáis cualquier excusa –Dijo el muchacho.

Y colocándose el jamón bajo el brazo, le propinó tal tajo que sacó tocino entreverado con su buen trozo de magro. El aroma que desprendió al retirar la navaja de tan hermosa pata, invadió toda la estancia e hizo salivar a todos los que estaban a su alrededor. Andresín, con su generosidad plena y una sonrisa de muestrario dental dijo: –¿A qué seguro que queréis una lonchita? Pues que no se diga. ¡Esta pata hay que acabarla aquí! –Y dicho esto, comenzó a sacar sabrosísimos acordes de tan preciosa guitarra curada en bodega.

Ni que decir tiene que Andresín era simple, más no tonto, y por cada una que repartía, él se tragaba dos sin saborearlas siquiera y por supuesto, las que regalaba eran pequeñas y las suyas bien grandotas. Y es que por mucho que oía decir a los señores entendidos de las cosas, como don Antonio, que el jamón tenía que estar cortado finito, a él eso le parecía una tontería. Lo importante era comérselo y, cuanto más gorda la loncha, más comida.

Poco a poco, aquella pata fue perdiendo el rigor mortis y la movilidad volvió a aparecer en su salada articulación. Siete kilos de magro de jamón curado de Trevélez habían sido repartidos en menos de veinte minutos hasta que ya dieron por imposible sacar un trocito más. Un señor del grupo de comilones de jamón, se acercó a Andresín con una bolsa para llevarlo a la basura.

–Andresín, echa los huesos ahí que ningún perro lamiendo engorda y a esa pata no le queda ya ni una viruta de carne.
–¡Quita de ahí con esa bolsa! –Protestó el chaval escondiendo la pata tras la espalda –¿Tú sabes el pedazo de caldo que hace un hueso de jamón?

–Ja, ja, ja. –Rieron todos. Aquel chico no tenía remedio, era un auténtico glotón.

 

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Las aventuras de Andresín: La feria
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Las aventuras de Andresín: La feria
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